L'alba
meridionale
Torno,
ritrovo il fenomeno della fuga
del
capitale, l’epifenomeno (infimo)
dell’avanguardia.
La polizia tributaria
(quasi
accertamento filosofico
sugli
incartamentidi un poeta)
fruga
in quel fatto privato che sono i soldi,
contaminati
da carità, dolenti
di
inspiegabili consunzioni, e pieni
di
senso di colpa, come il corpo da ragzzi:
però
con mia gongolante leggerezza perché qua,
non
c’è da accertare nulla, se non la mia ingenuità.
Torno,
e trovo milioni di uomini occupati
soltanto
a vivere come barbari discesi
da
poco su una terra felice, estranei
ad
essa, e suoi possessori. Così nella vigilia
della
Preistoria che a tutto ciò darà senso,
riprendo
a Roma le mie abitudini
di
bestia ferita, che guarda negli occhi,
godendo
del morire, i suoi feritori...
.
Torno...
e una sera il mondo è nuovo,
una
sera in cui non accade nulla - solo,
corro
in macchina - e guardo in fondo
all’azzurro
le case del Prenestino –
le
guardo, non me ne accorgo, e invece,
quest’immagine
di case popolari
dentro
l’azzurro della sera, deve
restarmi
come un’immagine del mondo
(davvero
chiedono gli uomini altro che vivere?)
-
case qui piccole, muffite, di crosta bianca,
là
alte, quasi palazzi, isole color terra,
galleggianti
nel fumo che le fa stupende,
sopra
vuoti di strade infossate, non finite,
nel
fango, sterri abbandonati, e resti
d’orti
con le loro siepi - tutto tacendo
come
per notturna pace, nel giorno. E gli uomini
che
vivono in quest’ora al Prenestino
sono
affogati anch’essi in quelle strie
sognanti
di celeste con sognanti lumi
-
quasi in un crepuscolo che mai
si
debba fare notte - quasi consci,
in
attesa di un tram, alle finestre,
che
l’ora vera dell’uomo è l’agonia -
e
lieti, quasi, di ciò, coi loro piccoli,
i
loro guai, la loro eterna sera -
ah,
grazia esistenziale degli uomini,
vita
che si svolge, solo, come vera,
in
un paesaggio dove ogni corpo è solo
una
realtà lontana, un povero innocente.
.
Torno,
e mi trovo, prima d’un appuntamento
da
Carlo o Carlone, da Nino a Via Rasella
o
da Nino a Via Borgognona, in una zona
oggetto
di mie sole frequentazioni...
Due
o tre tram e migliaia di fratelli
(col
bar luccicante sullo spiazzo,
e
il dolore, spento nelle coscienze italiane,
d’essere
poveri, il dolore del ritorno a casa,
nel
fango, sotto nuove catene di palazzi)
che
lottano, si colpiscono, si odiano tra loro,
per
la meta di un gradino sul tram, nel buio,
nella
sera che li ignora, perduti in un caos
che
il solo fatto d’appartenere a un rione remoto
lo
delude nel suo essere una cosa reale.
Io
mi ritrovo il vecchio cuore, e pago
il
tributo ad esso, con lacrime
ricacciate,
odiate, e nella bocca
le
parole della bandiera rossa,
le
parole che ogni uomo sa, e sa far tacere.
Nulla
è mutato! siamo ancora negli Anni Cinquanta!
siamo
negli Anni Quaranta! prendete le armi!
Ma
la sera è più forte di ogni dolore.
Piano
piano i due tre tram la vincono
sulle
migliaia di operai, lo spiazzo
è
quello dei dopocena, sul fango, sereno,
brilla
il chiaro d’una baracca di biliardi,
la
poca gente fa la coda, nel vento
di
scirocco di una sera del Mille, aspettando
il
suo tram che la porti alla buia borgata.
La
Rivoluzione non è che un sentimento.
El
alba meridional
Vuelvo,
encuentro de nuevo el fenómeno de la fuga
de
capitales, el epifenómeno (ínfimo)
de
la vanguardia. La brigada de delitos monetarios
(averiguación
casí filosófica
en
los expedientes de un poeta)
hurga
en ese hecho privado que es el dinero
contaminado
por la caridad, doliente
de
inexplicables consunciones, y lleno
de
sentido de culpa, como el cuerpo de jóvenes,
pero
con alborozada ligereza porque aquí
no
hay nada por averiguar sino mi propia ingenuidad.
Vuelvo,
y me encuentro con millones de hombres afanados
tan
sólo en vivir como bárbaros recién bajados
a
una tierra feliz, ajenos
a
ella y de ella dueños. De modo que en la vigilia
de
la Prehistoria que a todo esto proporcionará sentido,
retomo
en Roma mis costumbres
de
bestia herida que, gozando de la muerte,
mira
a los ojos a sus verdugos…
.
Vuelvo…
y una noche el mundo se hace nuevo,
una
noche en la que no pasa nada – corro
solo
en el coche – y miro al fondo
del
azul las casas del Prenestino-
las
miro, no me fijo en ellas y, sin embargo,
esta
imagen de casas populares
en
el azul del anochecer va a quedar
en
mí como una imagen del mundo
(¿en
serio piden los hombres algo más que vivir?)
-
aquí casas pequeñas, enmohecidas, con costras blancas,
allí
altas, casi palacios, islas de color tierra,
flotando
en el humo que las magnifica,
sobre
vacíos de calles con baches, inacabadas
en
el fango, escombros abandonados y restos
de
huertos con sus setos – callando todo,
como
nocturna paz en el día. Y los hombres
que
a esta hora viven en el Prenestino
están,
también ellos, ahogados en esas estrías
soñando
con celeste y con luces de sueño
-
como un crepúsculo que nunca
anocheciese
- casi conscientes,
mientras
esperan de un tranvía, en las ventanas,
de
que la hora verdadera del hombre es la agonía -
y
casi contentos de ello, con sus pequeños,
sus
problemas, su tarde eterna -
ay,
gracia existencial de los hombres,
vida
que tiene lugar, como verdadera, sólo
en
un paisaje donde cada cuerpo
no
es más que una realidad lejana, un pobre inocente.
.
Vuelvo,
y me encuentro, antes de una cita
en
casa de Carlo o Carlone, en la de Nino en Via Rasella
o
en la de Nino en Via Borgognona, en una zona
objeto
de mis solitarias incursiones…
Dos
o tres tranvías y millones de hermanos
(el
bar brillando en el descampado
y
el dolor de ser pobres apagado
en
las consciencias italianas, el dolor de la vuelta
a
casa por el barro, bajo cadenas nuevas deedificios)
que
luchan, se golpean, se odian entre sí,
por
alcanzar un escalón en el tranvía, en la oscuridad,
en
la noche que les ignora, perdidos en un caos
que
el mero hecho de pertenecer a un suburbio alejado
le
desilusiona en su ser cosa real.
Reencuentro
mi viejo corazón y pago
el
correspondiente tributo, con lágrimas
tragadas,
odiadas, y en la boca
las
letra de la bandera roja,
las
palabras que todo el mundo sabe y sabe hacer callar.
¡Nada
ha cambiado! ¡Seguimos en los años Cincuenta!
¡Seguimos
en los años Cuarenta! ¡A las armas!
Pero
la noche es más fuerte que cualquier dolor.
Poco
a poco los dos o tres tranvías vencen
a
los miles de obreros, el descampado
es
ese de las sobremesas, sobre el barro, sereno,
brilla
el resplandor de una caseta de billares,
la
escasa gente hace cola al viento
del
anochecer, siroco del año mil, esperando
el
tranvía que le devuelva a su oscura barriada.
La
Revolución es tan sólo un sentimiento.
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