sábado, 15 de julio de 2017

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La fiesta de la insignificancia, de Milan Kundera

"Después de sus largas y agotadoras jornadas, a Stalin le gustaba permanecer un rato más con sus colaboradores y relajarse contándoles anécdotas de su vida. Por ejemplo ésta: Un día él decide ir de caza. Se pone una vieja parka, se calza unos esquíes, coge un fusil de caza y recorre trece kilómetros. De pronto, ante él, ve unas perdices en las ramas de un árbol. Se detiene y las cuenta. Hay veinticuatro. ¡Vaya mala pata! Sólo se ha llevado doce cartuchos. Dispara, mata a doce,
luego da media vuelta, recorre otra vez los trece kilómetros hasta su casa y coge otra docena de cartuchos. Recorre una vez más los trece kilómetros hasta las perdices, que siguen en las ramas del mismo árbol. Y por fin las mata todas… 
—¿Te ha gustado? —pregunta Charles a Calibán, que se ríe: —Si me lo hubiera contado el propio Stalin, ¡lo habría aplaudido! Pero ¿de dónde has sacado esa historia? 
—Nuestro maestro me regaló un libro, Las memorias de Jrushchov, publicado en Francia hace mucho, mucho tiempo. En el, Jrushchov, cuenta la historia de las perdices tal como Stalin la había contado a su gente. Pero, según narra Jrushchov, nadie reaccionó como tú. Nadie se rió. A todos sin excepción les pareció absurdo lo que Stalin les había contado y aborrecieron esa mentira. Aun así, callaron todos y sólo Jrushchov tuvo el valor de decirle a Stalin lo que pensaba. ¡Escucha esto! Charles abrió el libro y leyó lentamente en voz alta:
«—¿Cómo? ¿Quieres decir realmente que las perdices no se fueron y se quedaron en las ramas del árbol? —preguntó Jrushchov.
—Así es —contestó Stalin —, no se movieron de su sitio.»
Pero la historia no se acaba aquí, pues debes saber que al final de su jornada de trabajo todos se reunían en el baño, un gran espacio que también servía de retrete. Imagínate. En una pared, una larga hilera de urinarios y, en la pared de enfrente, los lavabos. Urinarios de cerámica en forma de concha, muy emperifollados y adornados con motivos florales. Cada miembro del clan de Stalin tenía su propio urinario creado y firmado por un artista distinto. Sólo Stalin no lo tenía.
—¿Y dónde meaba Stalin? —En un reservado solitario, al otro lado del edificio; y como meaba solo, nunca con sus colaboradores, éstos se sentían divinamente libres en sus urinarios y se atrevían a decir por fin en voz alta todo aquello que se veían obligados a callar en presencia del jefe. Y así fue el día en que Stalin les contó la historia de las veinticuatro perdices. Y te cito otra vez al propio Jrushchov:
«… al lavarnos las manos en el baño escupimos de desprecio. ¡Él mentía! ¡Mentía! A nadie le cupo la menor duda».
—¿Y quién era el tal Jrushchov? —Unos años después de la muerte de Stalin se convirtió en el jefe supremo del imperio soviético. 
Tras una pausa, dijo Calibán: 
—Lo que me parece increíble en toda esa historia es que nadie entendiera que lo de Stalin era una broma. 
—Claro —dijo Charles y volvió a dejar el libro encima de la mesa—, porque todos a su alrededor habían olvidado ya qué es una broma. Y, a mi entender, eso anunciaba ya la llegada de un nuevo gran periodo de la Historia."