El rinoceronte, de Juan José Arreola
Durante diez años luché con un rinoceronte; soy la esposa divorciada del juez McBride.
Joshua McBride me poseyó durante diez años con imperioso egoísmo. Conocí
sus arrebatos de furor, su ternura momentánea, y en las altas horas de
la noche, su lujuria insistente y ceremoniosa.
Renuncié al amor antes de saber lo que era, porque Joshua me demostró
con alegatos judiciales que el amor sólo es un cuento que sirve para
entretener a las criadas. Me ofreció en cambio su protección de hombre
respetable. La protección de un hombre respetable es, según Joshua, la
máxima ambición de toda mujer.
Diez años luché cuerpo a cuerpo con el rinoceronte, y mi único triunfo consistió en arrastrarlo al divorcio.
Joshua McBride se ha casado de nuevo, pero esta vez se equivocó en la
elección. Buscando otra Elinor, fue a dar con la horma de su zapato.
Pamela es romántica y dulce, pero sabe el secreto que ayuda a vencer a
los rinocerontes. Joshua McBride ataca de frente, pero no puede volverse
con rapidez. Cuando alguien se coloca de pronto a su espalda, tiene que
girar en redondo para volver a atacar. Pamela lo ha cogido de la cola, y
no lo suelta, y lo zarandea. De tanto girar en redondo, el juez
comienza a dar muestras de fatiga, cede y se ablanda. Se ha vuelto más
lento y opaco en sus furores; sus prédicas pierden veracidad, como en
labios de un actor desconcentrado. Su cólera no sale ya a la
superficie.
Es como un volcán subterráneo, con Pamela sentada encima, sonriente. Con
Joshua, yo naufragaba en el mar; Pamela flota como un barquito de papel
en una palangana. Es hija de un pastor prudente y vegetariano que le
enseñó la manera de lograr que los tigres se vuelvan también
vegetarianos y prudentes.
Hace poco vi a Joshua en la iglesia, oyendo devotamente los oficios
dominicales. Está como enjuto y comprimido. Tal parece que Pamela, con
sus dos manos frágiles, ha estado reduciendo su volumen y le ha ido
doblando el espinazo. Su palidez de vegetariano le da un suave aspecto
de enfermo.
Las personas que visitan a los McBride me cuentan cosas sorprendentes.
Hablan de unas comidas incomprensibles, de almuerzos y cenas sin rosbif;
me describen a Joshua devorando enormes fuentes de ensalada.
Naturalmente, de tales alimentos no puede extraer las calorías que daban
auge a sus antiguas cóleras. Sus platos favoritos han sido
metódicamente alterados o suprimidos por implacables y adustas
cocineras. El patagrás y el gorgonzola no envuelven ya el roble ahumado
del comedor en su untuosa pestilencia.
Han sido remplazados por insípidas cremas y quesos inodoros que Joshua
come en silencio, como un niño castigado. Pamela, siempre amable y
sonriente, apaga el habano de Joshua a la mitad, raciona el tabaco de su
pipa y restringe su whisky.
Esto es lo que me cuentan. Me place imaginarlos a los dos solos, cenando
en la mesa angosta y larga, bajo la luz fría de los candelabros.
Vigilado por la sabia Pamela, Joshua el glotón absorbe colérico sus
livianos manjares. Pero sobre todo, me gusta imaginar al rinoceronte en
pantuflas, con el gran cuerpo informe bajo la bata, llamando en las
altas horas de la noche, tímido y persistente, ante una puerta
obstinada.