“Ya nunca se atreverá a hablar para no sentir más el horror de las palabras que no salen, porque no tienen dónde ni hacia dónde salir. Ya no hay lugar: la muerte es una duración sin sitios, los lugares son simultaneidades fijas y ese horror a las palabras sin materia es lo que siempre le impedirá hablar: la muerte es suspender el riesgo de todas las palabras que nunca se podrán decir”
(Restos Diurnos, de Fogwill)
“El que se mata meditándolo y calculándolo ritualmente, lo hace literalmente acunado. Lo cual no excluye, en ciertos casos, el más intenso de los odios al Otro” (El delirio suicida, de Ritvo)
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El primer suicida del que habla la historia es Periandro en
el 585 AC, quien además de haber sido emperador, está incluido en el selecto
grupo de los Siete Sabios de Grecia.
Su alocada trayectoria incluye el rumor de haber sido amante
de su madre. Lo que no es rumor y sí un hecho concreto es la manera en la que
asesina a patadas a su esposa, que estaba embarazada, impulsado por el grupo de
amantes que tenía, a quienes luego envió a quemar. Entre otros detalles
familiares, desterró a su hijo cuando éste expresó dolor por la muerte de su
madre. Políticamente hablando, la historia recuerda a Periandro como un
emperador cercano a su plebe, no tanto “por amor al pueblo”, sino porque
entendía que ahí estarían las fuerzas necesarias para ayudarlo a permanecer en
el tiempo.
El tiempo pasó y Periandro se puso viejo, y le empezó a
ganar el temor de que algunos enemigos cosechados a través de los años lo maten
violentamente. Ante eso, organizó su final con un nivel de detalle que espanta.
A esa primera decisión de suicidarse, la moldeo atendiendo todos sus temores
para lo que necesitaría cómplices. Eligió un lugar apartado y ordenó a dos
jóvenes militares que lo asesinaran y enterraran ahí mismo. A su vez, encargó a
otros dos hombres que siguieran a sus asesinos por encargo para que los mataran
y enterraran a cierta distancia de él. Y esto no termina acá, también ordenó a
otros dos hombres para que maten a los anteriores y los entierren en otra
distancia determinada. Así, hasta lograr una cantidad de muertes suficientes
como para montar una masacre, teniendo como finalidad que no les sea fácil encontrar
a sus enemigos su cuerpo, evitando que lo descuarticen y humillaran.
Yukio Mishima |
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Yukio Mishima supo ser uno de los defensores más acérrimos
de la figura imperial japonesa, del emperador como auténtico Dios. La pasión y
el espíritu animal con el que vivió y escribió nunca se presentaron de manera
independiente a su ideología y a su formación militar.
Harto emocional e intelectualmente, desilusionado por la
pasividad de sus colegas y enfrentado prácticamente a todo el escenario
cultural japonés de la posguerra, en 1968 funda Tatenokai (La Sociedad del
Escudo), una milicia privada y financiada por él mismo, estructurada en el
tradicionalismo samurái y conformada mayoritariamente por estudiantes
conservadores y nacionalistas, practicantes de artes marciales y estudiosos de
diferentes disciplinas físicas.
Mishima no concebía la idea de un Japón occidentalizado y con
un emperador disminuido, situación que coronaba la hostilidad de los tiempos
luego de perder la guerra, de convivir con el enemigo y las dos bombas.
El 25 de noviembre de 1970, junto a cuatro jóvenes de su
sociedad, Mishima secuestra al jefe de las Fuerzas de Autodefensa Japonesa, el
general Mashita, y convoca a los soldados a escuchar un manifiesto que despreciaba
la occidentalización, pero, además, los arengaba para que tomen las armas y
devuelvan al emperador a su legítimo lugar. Durante más de media hora Mishima
leyó sus razones e intentó convencer a un ejército que lo ignoró.
“Me hallo al borde del
momento de mi vida en que todas las patas de la mesa han desaparecido. Estoy
agotado" dijo en la que se convirtió en su última entrevista,
realizada por un “enemigo íntimo” de sus ideas, el crítico literario Takashi
Furubayashi. A él también le dijo “si
verdaderamente mi lógica no se sostuviera en una experiencia original, si
simplemente flotara en el aire, mi estética sería una gran mentira (…) A mi
parecer, vivir sin hacer nada, envejecer lentamente, es una agonía, es
desgarrarse el propio cuerpo. Todo esto me ha llevado a pensar que, como
artista que soy, debo tomar una decisión”.
La decisión se convirtió en acción frente a la indiferencia
de los soldados. Mishima, entonces, le dio el toque final a su obra: se suicidó
mediante el ritual del seppuku, que consiste en clavarse un puñal en el vientre
de izquierda a derecha para ser posteriormente decapitado, como “reproche al Ejército japonés por relegar al
olvido a la Institución Imperial; y al pueblo japonés por dejarse embaucar por
la sociedad de consumo olvidando las antiguas tradiciones, que conforman el
núcleo de su identidad como individuos y como pueblo”.
Tenía 45 años y no necesitaba agregar mucho a todo lo que ya
había hecho y dicho: dejaba 257 obras (incluyendo 18 obras de teatro y una
película) y, por lo menos, 5 últimos años en los que cada paso que dio lo hizo
pensando en este final como una bandera de lo que él mismo sentía – “belleza, erotismo y muerte se hallan en la
misma línea” - y como una alternativa de escape a lo que preveía con
desprecio – “ya no tendremos autores que
lleven dentro de su cuerpo la lengua de nuestros clásicos. El futuro será del
internacionalismo” -.
Evelyn McHale / The most beautiful suicide |
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Se llamaba Evelyn McHale y tomó la decisión de suicidarse después
de dejar a su novio. Pasó a la historia como The most beautiful suicide (1947).
Se tiró del Empire State, a 86 pisos de altura. Cayó como
durmiendo sobre un coche. Robert Wiles, estudiante de fotografía por ese
entonces, escuchó el impacto, se acercó y sacó la foto que luego publicó LIFE,
dedicándole una página entera.
Fue cremada, tal como pedía en su carta de despedida:
“No quiero que nadie
dentro o fuera de mi familia vea alguna parte de mí. ¿Podrían destruir mi
cuerpo cremándolo? Les ruego que no me hagan ningún funeral o ningún tipo de
ceremonia. Mi novio me pidió casarnos en junio. No creo que pueda ser una buena
esposa para nadie. Él estará mucho mejor sin mí. Díganle a mi padre que tengo
muchas de las tendencias de mi madre”.
El sonido de la caída parece resonar con todo el potencial y
peso del cuerpo en esa última oración. Tenía 23 años.
Ophelia, de John Everett Millais |
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Leo en TN hace unas semanas “Estados Unidos: un robot de
seguridad se "suicida" al tirarse en una fuente”. Veo las fotos del
robot con la mitad del “cuerpo” sumergido y pienso en la Ophelia que pintó John
Everett Millais. Ese cuadro es, entre todas las pinturas que inspiró el personaje
de Hamlet, el que de manera más contundente y profunda interpela al observador y/o lector, dejando a
primera vista el fluir de Ophelia con el río, el fluir sobre su deseo de no
salvarse.
Leo la nota y no puedo escaparme de la comparación con la
pintura. Dice: “El Knightscope K5 es un
tipo de robot que está preparado para escanear el entorno, detectar sonidos de
disparos, analizar placas de vehículos, transmitir videos en 360 grados y
enviar notificaciones en tiempo real”. Steve, tal como lo llamaban, hacía
una semana que había empezado a cuidar los alrededores del Centro Georgetown
WaterFont. Parece increíble, leyendo las propiedades de la máquina, que haya
tenido esa torpeza frente a una fuente. Sus creadores explicaron que “estaba
todavía en período de adaptación, conociendo las calles”.
Las máquinas, por ahora, ¿y sólo por ahora?, siguen
dependiendo de los humanos y en ese punto heredan sus errores y sus aciertos. ¿Y sus deseos?
“La presencia del
hombre en las máquinas es una invención perpetuada. Lo que reside en las
máquinas es la realidad humana, el gesto humano fijado y cristalizado en
estructuras que funcionan”, diría Gilbert Simondon en El modo de existencia de los objetos técnicos.
Por cierto, vale un párrafo a lo mejor de la pintura de Millais: cada una de las flores que rodea a Ophelia son las que enumera Gertrude cuando le toca contar el trágico final de su hija. Cada una de esas flores tienen un significado simbólico y a partir de ahí el pintor las acomodó: el sauce es el amor, la ortiga habla del dolor y las margaritas de la inocencia, pero la protagonista de la pieza -y que exige una mirada filosa- es la amapola, una de las flores que Hamlet le regala.
Hunter S. Thompson |
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“Nadie nos está
robando nuestras libertades, nos estamos deshaciendo de ellas. Ese es el lado
oscuro del sueño americano” le dijo Hunter S. Thompson sobre el libre
albedrío a Tim Mohr, dos meses antes de suicidarse, en una serie de encuentros
que venían teniendo para una colaboración conjunta que saldría en Playboy.
Thompson escribió su carta suicida y le puso título. La
llamó La temporada de fútbol ha acabado,
y decía: “No más juegos. No más bombas.
No más paseos. No más diversión. No más nadar. 67 años. Han pasado 17 de los
50. Son 17 años más de los que yo quería o necesitaba. Aburrido. Estoy siempre
insoportable. No soy divertido para nadie. Te estás volviendo codicioso.
Compórtate de acuerdo con tu avanzada edad. Relájate, no te va a doler”.
Tenía una herida profunda en la espalda, una fractura en la
pierna, cirugías en la cadera y una infección en los pulmones: todas molestias
tremendas, pero ninguna mortal. Esa no mortalidad la resolvió él mismo con una
45, disparándose en su casa de Colorado un 20 de febrero.
En alguno de esos encuentros, también le había dicho a Mohr “decidís quién sos según lo que haces”.
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